viernes, 3 de diciembre de 2010

El Vaticano, en la encrucijada


POR GABRIEL Mª OTALORA - Miércoles, 1 de Diciembre de 2010
SOMOS muchos cristianos los que asistimos cada vez con mayor desconcierto al devenir del Planeta. En realidad les ocurre lo mismo a muchas otras personas de buena voluntad. Todo está interconectado, y donde debería existir mayor atención y solidaridad para paliar y evitar grandes desigualdades, no ocurre así; estar interconectados y económicamente globalizados no supone estar mejor comunicados. La comunicación es otra cosa.
Pero quiero referirme especialmente a quienes nos decimos católicos, aunque sea nominalmente. Somos demasiados millones como para que, con la que está cayendo, estemos tan silentes y tancredos; sobre todo en el primer mundo, nacedero de tantas desigualdades mundiales y lugar en el que podríamos contraponer las soluciones evangélicas a un liberalismo economicista que ha demostrado su incompetencia para un mundo digno incluso en los países de referencia neoliberal. Lo vemos incluso en la Unión Europea, cada vez menos soberana e indefensa, con sus estados a la manera de las fichas de dominó, colocadas de forma que un suave golpeo especulativo pueda propiciar un desastroso efecto dominó.
Nuestra pasividad ética nos ha mimetizado con el paisaje y, casi sin darnos cuenta, nos ha roto por dentro y desquiciado más de lo que seguramente podemos sospechar. Parece que nuestras convicciones militantes se han quedado reducidas a una vocación de tres deseos: ganar mucho, vivir bien y trabajar poco. Sólo nos quedaría desear comer muchas perdices, como en los mejores cuentos infantiles. Porque lo cierto es que nos hemos infantilizado, y con la inmadurez hemos perdido el norte de lo que realmente supone vivir bien.
A esta realidad no es ajeno el mundo vaticano porque está inmerso en el corazón del problema. Cosa diferente sería si en lugar de Roma, la cabeza de la Iglesia estuviese radicada, por ejemplo, en el Chad; la realidad del mundo sería vista de manera bien diferente. Que nadie se extrañe ni se desasosiegue por lo que escribo, porque ya lo dijo el Maestro refiriéndose a la importancia del templo al que tan fuertemente estaban apegados aquellos judíos: el templo es Dios. De hecho, aquel templo fue devastado por los romanos y luego por otros imperios. Pero seguimos parecido en cuanto a idealizar el locus: el judaísmo sigue centrado en el templo de Jerusalén y nosotros en el de Roma. Aquél formaba parte de un estado teocrático, y el Estado de la Ciudad del Vaticano… pues eso.
A la vista de la situación actual, cabe preguntarse: ¿somos parte de la solución o del problema? Tenemos muchas y buenas razones morales para que nos sigan, pero no somos luz del mundo, al menos del primer mundo. Ni siquiera cuando más oscuro se está poniendo el panorama. Nuestros lastres pesan más que el oxígeno que queremos insuflar. A veces parece como si la institución eclesial fuese más importante que vivir el evangelio. Hay que recordar que la santidad de la Iglesia lo es por sus fines y por quien la alienta a conseguirlos, y de ninguna manera por los que estamos en la barca de Pedro, hombres y mujeres de barro, como los demás. El ejemplo que damos… Lo empieza a decir cada vez más alto Benedicto XVI: el principal problema de la Iglesia está dentro, la estructura eclesial hay que reformarla…
La firmeza es fácil mantenerla con los demás. Es humano, pero no es cristiano. La superestructura vaticana no es de este tiempo, ni reacciona adecuadamente (humildad, generosidad, perdón, propósito de cambio…) contra sus propios pecados. El Papa actual exhorta en el desierto curial mientras no impulse una renovación en las estructuras de la Iglesia para adecuarlas al mensaje que millones de seres humanos necesitan oír ¡y ver!
Centrados en la ortodoxia y en otros corsés, parece que en el Vaticano se han olvidado de que lo único radical, a lo que todo lo demás debe supeditarse, es la práctica del amor. El amor evangélico del agapé, el que no permite esta complacencia con los que han hecho del liberalismo económico un materialismo letal para tantos millones de personas. Algunos siguen con la matraca del comunismo; eso ya pasó, fue devastador, pero se desplomó en su propia nada deshumanizadora. Ahora los tiros vienen de otro lado, en donde buena parte de la Iglesia, reconozcámoslo, estamos bien instalados.
No estoy reflexionando desde un posicionamiento de izquierdas o derechas. Eso me parecería simplista porque son conceptos en buena parte superados. Estamos ante otro dilema, más actual y directo: si estamos entre los que apostamos por la justicia, la solidaridad y la buena vida -Derechos Humanos para todos, desarrollo sostenible-, en cuyo grupo los católicos tenemos muchísimo que hacer (no sólo que decir), o estamos entre los indiferentes a todo lo que ocurre o, peor aún, entre los que participamos activamente en un mundo peor diciéndonos cristianos.
Ésta es la verdadera encrucijada vaticana, la que sutilmente puso encima de la mesa en forma de concilio aquel santo llamado Juan XXIII, y que hoy es más urgente que entonces. Quizá por no trabajar con audacia en esta dirección, difícil pero evangélica, es por lo que hace tiempo que no hay perseguidos ni mártires en las altas esferas de nuestra Iglesia. Sí que los hay a otro nivel, pero sufren calladamente en su apuesta por transmitir un evangelio más acorde a su mensaje central. Y muchos de los perseguidores se encuentran dentro de su Iglesia…
Termino con las palabras finales de la conocida carta que el jesuita egipcio Henri Boulad escribió al papa Benedicto XVI: "La Iglesia de hoy es demasiado formalista. Se tiene la impresión de que la institución asfixia el carisma y que lo que finalmente cuenta es una estabilidad puramente exterior, una honestidad superficial, cierta fachada". ¿No corremos el riesgo de que un día Jesús nos trate de sepulcros blanqueados?
http://www.noticiasdenavarra.com/2010/12/01/opinion/colaboracion/el-vaticano-en-la-encrucijada

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